La ciudad nos transpira como gotas de sebo seco, como sudores ácidos que humedecen nuestros harapos desgarrados y enmohecidos. La ciudad nos asfixia entre coágulos de hieles colectivas, neurosis comunitaria al servicio delirante de un aneurisma, tránsito abúlico y superfluo. No existen las salidas hacia realidades más someras, hacia pensamientos más bucólicos. Todo es complejidad ininteligible, derroche de caos y destrucción.
La ciudad nos exige sangre, nos implora el atávico sacrificio de nuestros hastíos y de nuestra esperanza. La ciudad es una costra de todos nuestros sueños maltrechos, la llaga séptica de toda nuestra realidad.
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