Hoy es 15 de mayo, un día que en México observamos como el Día del Maestro. En estos días, las redes sociales se infectan con mensajes dedicados a las personas que en algún momento de nuestras vidas tuvieron la responsabilidad de ponerse frente a nosotros en un salud de clases para enseñarnos herramientas de cualquier tipo: matemáticas, gramática, historia, ciencias, artes o educación física. Todos ellos en algún momento nos dedicaron sus mejores años para que nosotros aprendiéramos algo de lo que veríamos en la vida en el futuro.
Los primeros maestros de todos nosotros están entre la familia; nuestros padres nos educan y nos dan valores, nuestros abuelos y nuestros tíos los auxilian y nos brindan su amistad. "La primera escuela está en casa", y tienen mucha razón, vivir la vida es ante todo aprendizaje. Sin embargo, hay un momento en el cual el niño tiene que salir a tener sus primeros contactos con los demás; la escuela se convierte en fuente de conocimientos y en la primera sociedad en la cual se desenvolverá. Muchos aún conservan a sus compañeros del kinder y la primaria entre sus amistades; por lo regular los maestros se reservan al rincón de los recuerdos.
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Recuerdo que mis maestras de primero y segundo (Yolanda) eran muy blancas y usaban pelo corto con rayos; la de tercer año, Cecilia, era una bruja muy morena y caderona que usaba botas puntiagudas y a cada rato le mandaba citatorios a mamá. La maestra de cuarto año, Flavia, era muy buena onda, era una especie de David Bowie con su pelo rojo muy corto y su nariz respingada; tenía un hijo que se llama René y mi prima mayor también tuvo clases con ella tiempo después.
Cuando llegué a vivir a la Ciudad de México, tuve dos maestras en primaria; la de quinto se llamaba Dolores, una mujer de pelo chino rojizo que siempre nos promovió leer y hacer manualidades; la de sexto se llamaba Tere, una señora bastante mayor que en los primeros días de clase se quejaba que era muy distraído porque me quedaba viendo al vacío por mucho tiempo. Cuando se dio cuenta que era lo suficiente inteligente para escuchar la clase sin tener que verla a los ojos, dejó de quejarse con mis padres; años más tarde, ella también sería maestra de mi hermana, quien tuvo el estigma de ser "la hermana de Francisco".
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Eran tiempos de adolescencia donde conocí una figura desconocida para mí, la del maestro varón; mi maestro más querido fue José, de español, por quien me comencé a interesar en escribir. Otro que recuerdo con recuerdo mixtos fue David, de mate, quien en sus aires de soberbia solapaba a sus grupos y lograba conectar sus conocimientos con la clase. También recuerdo mucho al profesor de química, un tipo que entonces tenía menos de 25 años llamado Jorge que años más tarde se casaría con la orientadora del instituto. Nuestro maestro de educación física era un búlgaro residido en nuestro país desde hace muchos años llamado Peter Petrov, un profesor cuyo acento báltico y su disciplina militar es recordada en el instituto donde estuve, a unas cuadras del centro de Coyoacán, por muchas generaciones.
Siempre tuve el cariño de mis maestras en aquella época; tuve dos maestras de historia que recuerdo perfectamente, la primera se llamaba Lupita y tenía todos los años de edad, la segunda se llamaba Dolores y fue la primera mujer que me motivó curiosidad por el tabaco. También recuerdo a una maestra de biología que se llamaba Patricia, la cual me hizo amar la materia y considerarla como carrera; otros compañeros siguieron aquel camino por otras circunstancias. Recuerdo los corajes que le hacíamos hacer a la maestra Lulú de Geografía y Formación Cívica y Ética; también llevo en el corazón a la maestra Irma, quien me enseño mecanografía.
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En quinto año hubo cambios muy sustanciosos en mi vida, fue cuando conocí a la gente que quiero de aquella era, fue mi año de reencuentro con mi espíritu después de mucha incertidumbre adolescente. En esos años, tuve al profesor Ernesto, un bonachón profesor de trigonometría que dibujaba líneas perfectas en el pizarrón sin aparente esfuerzo; también recuerdo con gozo a mi maestra de historia de aquellos años, una mujer muy seria y formal llamada Raquel que hacía de la compleja historia de México un asunto familiar y muy digerible. De aquellos años también es el profesor Julio de literatura universal, un hombre cuya neurosis no se equiparaba por su pasión a las letras; otra mujer memorable fue la maestra Ana María de francés, la única que nos llamaba por nuestro nombre en una prepa de más de 1500 muchachos.
Sexto año fue, desde el punto de vista académico, mi mejor año; entre ser adulto y dejar de ser adolescente había muchos pasos qué dar, los cuales comencé a emprender en aquel momento; repetí muchos maestros mencionados anteriormente, pero también agregué otros a mi memoria. Recuerdo con mucha alegría a Mario Antuña, el profesor de derecho que en su otra vida es locutor y narrador deportivo; cada que pienso que debería estudiar locución, pienso de inmediato en su voz. De aquellos años recuerdo a Felipe, joven profesor de Pensamiento Filosófico con voz de barítono y jerga de cargador que siempre lograba ponernos a hablar del tema. La maestra Adriana de Literatura me dejó a Cortázar, a Castellanos, a Borges y a José Emilio Pacheco; nuestra titular era la maestra Pilar de matemáticas, quien cuando se daba el momento era una más de los chavos del poderoso Salón 35. Aquellos fueron grandes años.
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Si tienen cerca de ustedes a algún docente, no duden felicitarlo en este y todos los días. Dar clases es una labor muy difícil y poco apreciada en nuestro país por la sociedad en general; yo la sentí en carne propia. Hay que agradecer a todos las personas que hacen de esta profesión algo digno y gratificante.
¡Hasta la próxima!
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