Jacek Malczewski (1854 - 1929) "Melancholia" (1890-94) Óleo sobre tela, 139 x 240 cm Museo Nacional de Poznan |
No puedo dormir, decirlo no debería sonarles a novedad, porque no es extraño que no pueda pegar los ojos a la hora en que la mayoría de los habitantes de este huso horario suele descansar.
La cabeza me da vueltas, nada raro en alguien que tiene los pensamientos divididos en un condominio de inquietudes. Tengo ganas de seguir adelante aún cuando todo lo que ahora me importa atender merece un descanso antes de resolverse. Trabajar estimula mis músculos, mantiene mis ojos abiertos; incluso detesto cuando algún detalle novedoso se me escapa por no estar presente en el momento indicado o porque hago una escala en otro pensamiento que me exige cinco segundos de mi atención. Desde siempre he sido hijo del rigor, pero nunca he sido amigo de la rigidez; tolero la adrenalina pero detesto la metodología, con un poquito de desorden de por medio termino sacando adelante lo que quiero.
Al final del día, logro resolver varios de los pendientes, pero aquellos que siguen presentes se hospedan en el ocio involuntario del trayecto a casa. Entre imágenes mentales de los objetos que veo en el trabajo, los dos niños de calle que jugaban con un Minion de globoflexia de la noche anterior, la marca borrosa del perfume de una de mis compañeras y las lumbreras de las calles que llevan inexorablemente hacia mi casa, se infiltraban voces de todas las personas que he conocido en las últimas semanas. Entre tanta soledad y después de meses de valemadrismo autoinducido, un poco de roce social y laboral no me ha venido nada mal.
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"Eres demasiado solemne", "te da la verborrea", "bájale dos rayitas a tu intensidad". No sé si sea autocrítica excesiva, pero hasta ahora he disfrutado de las opiniones que se han vertido sobre mi forma de ser. A veces pienso que doy impresiones demasiado ambiguas, per no soy yo quién para juzgarlo. Siempre será difícil para cualquiera que se lo proponga revertir primeras impresiones, pero ése es uno de los retos no escritos de las relaciones humanas; no puedo proponerme dejar de ser yo mismo para caerle bien a todo mundo, sólo puedo comprometerme a llevar todas las cosas lo mejor posible, aún sabiendo que los resbalones me van a moler los huesos y curtir la piel.
Disfruto bastante la chamba en gran parte porque involucra mucha interacción humana. Nunca he rechazado el roce social, incluso me ha bendecido con muchos momentos de disfrute acompañados de una buena conversación, lubricación etílica y altas dosis de cafeína en las venas. Aunque me considero un tipo inseguro y tímido, nunca he rechazado momentos para tomar la palabra y dejarme escuchar, algo que le da un subidón importante a mi autoestima. Soy pésimo contando chistes, se me da más contar historias; el sarcasmo y la ironía son mi sal y pimienta, el humor involuntario y la ocurrencia la sazón de mi pequeño ingenio. Además, amo las frases rebuscadas, las cortesías verbales excedidas, el hipérbaton sinuoso y el adagio inoportuno. Para el trabajo y la diplomacia, estas características vienen de lujo, pero para la conversación llana y cotidiana pueden ser un obstáculo. En mi medio y con mi gente no me cohibo, pero entre gente nueva y extraña me retraigo y me limito a observar; lo anterior me lleva a conocer historias, esas historias dan nuevos sentidos a la mía propia.
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La semana pasada caminaba por la colonia Juárez entre un hilo de voz entre los labios y el aire frío calando mi garganta inflamada. Entre largas cuadras, edificios descuidados, hoteles de higiene cuestionable y estacionamientos que comenzaban a reconocer la sensación de la desolación, iba haciéndome paso hacia la boca de Metro más cercana. Mis pasos se sentían seguros entre las grietas de la banqueta, entre los baches y los levantamientos; había salido de un evento en el que participó la empresa en la que trabajo con el entusiasmo satisfecho y los pies deshechos. Aún cuando eran más de las diez y el asombro se camuflaba entre sensaciones de peligro, sentí por primera vez que caminaba con propósitos claros en mi vida. Poco me importó que la patrulla me llamara la atención por cruzar una calle a destiempo o que los vagones naranjas del subterráneo estuvieran demasiado lentos para la hora que era; el camino a casa me pareció más corto, mi itinerario apenas comienza.
Ahora más que nunca, necesito compañeros de ruta que me acompañen en este viaje. A final de cuentas, los caminos del hombre nunca carecerán de bifurcaciones y parajes.
Lo más horrible del insomnio es cuando te das cuenta que se ha pasado la noche, debes iniciar el día siguiente y justo entonces te da sueño!. Ja!
ResponderEliminarSin duda ése es el más grande problema. Afortunadamente lo estoy sobrellevando. ¡Saludos!
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