William-Adolphe Bouguereau (1825 - 1905) "Al borde del arroyo" (1879) Óleo sobre tela, 78 x 56 cm Colección Privada |
Hay personas que nos cambian para siempre, clavos que sacan clavos, zafan tornillos, abren cabezas y crean sismos en las entrañas y los corazones de sus variopintos semejantes. En el trayecto de todo hombre siempre habrá un cúmulo de personas que los definirán como seres de bien, entre familia, amigos y mentores. Este tipo de espíritus, con sus sueños y temores, con sus esperanzas y obsesiones, pueden aparecer desde cualquier parte, estar ocultos tras las bambalinas de una persona fría y calculadora o de alguien aparentemente tímido e inseguro.
Los hombres flotan en el mundo como burbujas, como rastros de polen; en algún momento, aquellas partículas aterrizan sobre terrenos desconocidos, pequeños y hostiles universos, resquicios oscuros e infértiles. Todo parece perdido hasta que dos de estos seres colisionan y surgen frente a ellos amistades, vínculos afectivos, relaciones de cercanía; no todo es fácil en un principio, siempre hay polos que comienzan en rechazos, tontos malentendidos, incluso venenosas envidias. Pero no hay guijarro que quede afilado para siempre en el río de la amistad.
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Sin embargo, y quizás eso es lo más valioso de todo esto, la vida y los hombres se componen de segundas, terceras, cuartas y enésimas oportunidades. Los caminos que se trazan entre dos hombres que conviven entre ellos con ahínco y constancia no se terminan de construir en dos días; hay decepciones y desencuentros, pero todo aporta en el reconocimiento del otro. Las pruebas las pone la vida misma con sus necesarios vaivenes; las mejores soluciones para éstas las han dado quienes han confiado en los demás.
Entonces, surge la necesidad de confiar en la vida del otro, de sostener y dejarte sostener por aquellos que te han dejado entrar en sus vidas. Los sentimientos se vuelven el nuevo polen que alimenta el mundo, las nuevas burbujas que refrescan la bocanada árida del desierto. Nuestras fallas y nuestros defectos enriquecen nuestras virtudes como seres en sociedad, y éstas a su vez ayudan a sobrevivir en el infierno de la monotonía. Todos aspiramos a tener al otro de nuestro lado en vez de estar al frente o detrás; se trata de no estar tan solos en el mundo y de aprender a compartir los mundos de nuestras almas.
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Ojalá las distancias no tuvieran tanto del poder que les hemos otorgado. Ojalá que las amistades sí fueran para siempre, presentes y libres como libros abiertos en los coros de las catedrales de nuestros recuerdos. Cuando dos o más personas se quieren, se admiran y se respetan, todo está dicho; no hay más defectos que se juzguen ni locuras que se reprochen, todo construye y nos hace ser mejores.
La amistad parece ser la cosa más compleja de las cosas simples de la vida; solo hay que tratar de vivirla.
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