junio 13, 2015

Berrinches de Novelista Novato #46: A 44 años del Halconazo


El pasado miércoles, Roberto Espinosa, el personaje de la novela que no he escrito todavía y que aún tengo deseos de crear, hubiese cumplido 44 años de edad. Roberto, hijo unigénito portador de un destino tremendo y un final trágico, nació en el mismo día en el que a las afueras del metro Normal se asesinara a sangre fría y se desapareciera por la fuerza a un cúmulo de estudiantes junto con sus sueños e ideales, ensangrentados por el terror del viejo régimen del Estado mexicano.

Dos veces el número cuatro, casi nueve lustros de infamia en los que los patrones se repiten como las historias trágicas de los griegos; hoy se busca a cuarenta y tres muchachos, jóvenes normalistas campesinos - las palabras tienen un humor negro perverso y cruel - en cuyas realidades se viven infiernos ininteligibles para los demás. Aquel número no es más que un par de dígitos que suena hueco en los oídos del gobierno como los golpes de una máquina de escribir sin hoja, como un extraviado en un pozo que espera la tierra que lo ahogue.

Hoy las fosas comunes siguen implorando a las tumbas vacías donde madres y abuelas perecieron en la impotencia de no tener un cuerpo o una urna de polvo a la cual llorar, a la cual acariciar con las caricias arrebatas por el hierro y la pólvora, a la cual reclamar el frío de un mármol o de una loza de roca. En la historia reciente de México, ser joven, rebelde y tener ideales es tener tatuada una letra escarlata, una condena anticipada de un martirio irredento.

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Habiéndonos quitado la esperanza, sólo somos un costal de tripas y hediondos fluidos esperando un juicio final que nos libre de la condena de nuestra indiferencia, que nos saque del hiato de nuestros pulsos, de la muerte postergada. Ya sin lágrimas qué derramar, sin hervor en los estómagos y sin ardor en el corazón, pereceremos por la bilis envenenando nuestras heridas.

En el tremendismo de nuestras noches sin consuelo, ha despertado un impulso de memoria, una llave que quema nuestros pechos buscando la cerradura. El recuerdo es remedio para el tiempo perdido, para los arrebatos del dolor y el curso del reloj. El olvido es la cicuta que el poder ofrece como manzana de discordias y conflictos; no hay nada más peligroso que dejar de invocar a los que la injusticia y el miedo arrancaron, a los niños perdidos condenados al destazadero.

Lo menciono porque el miércoles pasé cerca del metro Normal con la prisa y el hastío en mis espaldas. Debí haber tomado un momento para mirar aquella explanada y aquellas calles amortajadas, disfrazadas de la vida moderna con vestidos sangrados de impotencia. Debí buscar de reojo al fantasma de la tenebrosa verdad, el espectro de un crimen de Estado inextirpable, la agonía de la piedra molida por un terremoto suicida.

Y tampoco pensé en la vida de Roberto, en su promesa y en su vida que vive dentro de la mía...

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