Théodore Géricault (1791 - 1824) "Estudio para Retrato" (1818-19) Óleo sobre tela, 46.7 x 38.1 cm Museo J. Paul Getty, Los Angeles |
Tenía la sensación de ser el idiota más grande sobre la Tierra. Miraba con las pupilas perdidas, jugaba obsesivamente con sus manos sudorosas como si las frotara para hacer fuego y no sabía cuál era el día en su calendario, como si hubiera despertado en otro espacio y otro tiempo; por momentos sentía una comezón incontrolable en la coronilla del cráneo que lo llevaba a rascarse insistentemente, acumulando grasa entre sus largas y amarillentas uñas, lubricando sus cutículas, cebando sus padrastros, esparciendo pedazos microscópicos de mugre y polvo alrededor de su cabeza marchita y confundida.
Sintió un pequeño piquete en medio de la espalda, el impulso del calambre la obligó a bostezar con una profundidad que le provocó, por un pequeñísimo momento, la incómoda sensación en el interior de sus oídos. Las cuencas de sus ojos seguían buscando su norte, sus brazos estaban entumidos como si hubieran estado atados en una posición incómoda y sus piernas percibían la pesadez de un flujo sanguíneo lento y abúlico. Su cabeza sólo podía percibir sus instintos más básicos, la sensación del ayuno matutino desgarrando sus intestinos con vacío y acidez, la garganta árida por la sed y la asfixia de un mal aliento; sus dientes estaban sucios y rechinaban con una fricción que retumbaba sobre los tímpanos de sus orejas como queriendo taladrarlas hasta hacerlas sangrar.
No sabía cuántas horas había dormido, no tenía la menor idea sobre qué era lo que estaba soñando, ni siquiera conocía los siguientes pasos que habría de tomar, si prender el aire acondicionado para dejar de sudar o buscar la ducha para limpiarse de la sordidez y de la confusión. Quiso cerrar sus ojos y bostezar, pero sus lagañas eran arena desértica y su boca una estepa abandonada. Sin más opción más que enfrentarse al exterior, abrió las cortinas; no supo decidir si veía la aurora o el atardecer.
No sabía cuántas horas había dormido, no tenía la menor idea sobre qué era lo que estaba soñando, ni siquiera conocía los siguientes pasos que habría de tomar, si prender el aire acondicionado para dejar de sudar o buscar la ducha para limpiarse de la sordidez y de la confusión. Quiso cerrar sus ojos y bostezar, pero sus lagañas eran arena desértica y su boca una estepa abandonada. Sin más opción más que enfrentarse al exterior, abrió las cortinas; no supo decidir si veía la aurora o el atardecer.
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