Soñé, fiel a mi costumbre, con el fin del mundo tal como lo conocemos.
Se respiraba la distopía entre los humores de las máquinas y el ruido de los motores. Los rascacielos estaban desiertos, velados por olvido y ceniza. El sol estaba exiliado en el último desierto sobre la tierra.
Los periódicos habían dejado de informar, los bares dejaron de saciar las gargantas sedientas de verdad. No había melodías prisioneras entre las ventanas, no había luces que nos iluminaran con su verdad.
Todas las mujeres que conocí en mi vida se habían perdido en ciudades sin corazón ni estrellas; los hombres no movieron un dedo y se ocultaron tras las faldas de su cultura milenaria y pétrea.
Mi alma creyó encontrar un nuevo hogar entre escombros y flores de roca porosa. Fue entonces que, sin aviso ni tormenta, encontré mi infancia desgarbada frente a mis ojos de papel estraza.
Fue entonces que comencé la búsqueda de mis ilusiones perdidas. Fue entonces que desperté deseando que la penumbra de estos años sin vida desapareciera.
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