Ilustración de Philippe Caza |
La América Septentrional ardía como la Roma del arpa de Nerón, como el París de la (apócrifa) esquizofrenia hitleriana. Canadá reportaba un calor jamás vivido, temperaturas arriba de los treinta grados Celsius en el Yukon, sol abrasador desde Vancouver hasta Terranova; incluso llegaban cables desde Groenlandia indicando deshielos y climas más templados que los comunes. El lago Ontario y el río San Lorenzo están cada día más salados e insípidos, el petróleo se evaporó en Edmonton envenenando los aires y la emergencia brotó anhelando las lluvias que no parecen llegar. Se construyeron mil torres de Babel entre los graneros y las industrias, ninguno logró resistir los embates de la confusión.
El imperio yankee se caía a pedazos por los incendios sobre California, los tornados de fuego en el Sureste y los cuatro jinetes divididos entre Flushing, Manhattan, el Bronx y Nueva Jersey. El efecto dominó llegó tarde a Boston, a Kansas City y a Chicago, donde los últimos vestigios del sueño americano se resguardaron por nucleares segundos mientras que el polvo de las cenizas terminaba por asfixiar sus simulacros mágicos de Disney. Con la bilis infame del ganado texano y el infértil simiente del Bayou, sólo se consiguieron mutantes sin rostro y ojos de oro sucio. Hannibal Lecter llegó a Las Vegas, el último lugar del mundo donde juró que saldría a cazar; Chuck Norris no quiso detenerlo, mejor se exilió en la Antártida buscando pingüinos y piedras calizas entre géiseres muertos.
Y en México, el surrealismo y el teatro del absurdo abruman su ritmo encantador sobre las ciudades. La política volteó hacia las aguas negras y fue el fin de nuestras vidas entre la sequedad de nuestras bocas y la frialdad de nuestras sangres. Guadalajara se marchitó como un alcatraz muerto, Monterrey se desolló como una cabra de matadero y Puebla fue destruidas por las espadas ardientes de sus ángeles; la Ciudad de México conoció la eternidad pompeyana, sólo las cruces y los tubos quedaron. Los volcanes explotaron, de los terremotos surgían las entrañas calientes de la tierra herida; no hubo más que huir hacia Guatemala y Belice, inundadas por la ignominia del caos.
Aquella América Septentrional dejó de existir una tarde de agosto ante el escritorio de la Casa Blanca; en Los Pinos hicieron mutis y en Sussex Drive ni se inmutaron. Los héroes se habían agotado, sobrevivir se volvió la utopía del debate; las esperanzas murieron de un lento y doloroso cáncer mientras el monstruo de la humanidad autodestruyó sus últimos instantes.
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