noviembre 06, 2014

Berrinches de Novelista Novato #39: No redactarás discursos ajenos

Es muy difícil agarrar el micrófono sin tartamudear...
Escena de "El Discurso del Rey" (2010)

El pasado miércoles 15 de octubre, después de 28 años de servicio en el sector salud, mi mamá consiguió su tan ansiada jubilación. Mamá no es una mujer demasiado espontánea y siempre batalla para hablar en público; para evitar los nervios en la ceremonia de su último "chequeo", me pidió que le redactara unas palabras que hice de muy mala gana. No hace mucho, redacté las palabras de agradecimiento de su tesis de maestría, no creí tener que volver a hacerlo.

No los juzgo si piensan que soy un egoísta, pero me creo en derecho a defenderme; no me gusta escribirle discursos a los demás. Existirá siempre una barrera entre cómo expreso lo que escribo y cómo lo leerá la otra persona que nunca me dejará satisfecho con el resultado final. Además, quien ha leído este blog se dará cuenta que soy todo menos un escritor de grandes frases; por eso mi poesía es tan mala, por citar un ejemplo.

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Desde que iba en sexto de primaria participé en concursos escolares de oratoria a todos los niveles; en segundo de secundaria, después de que mi voz terminó por engrosarse, comencé a escribir mis propios textos. En aquel sórdido ciclo escolar 2001 - 2002 llegué a la etapa previa a la final del Distrito Federal, la cual ganó una chica con voz pequeñísima y secuelas de polio; aún no lo he superado, nada peor que lo políticamente correcto. Volví a participar en tercero de primaria, volví a ganar algunas etapas, pero ya no fue lo mismo; supongo que había dejado de sentirlo.

Al entrar a la preparatoria dejé de lado eso de hablar en público ya que era difícil y hasta incómodo destacar en una preparatoria para varones de más de 600 compañeros de generación. Fue hasta la universidad y las labores del trabajo que retomé la escena; primero defendiendo trabajos, después dando clases y ahora subastando. Sobre esto último, extrañaba el pararme en un rostrum para hablarle a desconocidos; ahora debo manejar un tipo diferente de persuasión donde en vez de hablar de héroes patrios o valores busco vender libros, pintura o muñequitos de Lladró.

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Vuelvo al tema de los discursos; cuando escribo algo para declamarlo hacia un público, lo hago pensando exclusivamente en mi voz y en mis convicciones. Me cuesta trabajo transmitirlo hacia otra persona, aún cuando la conozca como a ninguna otra. No tengo la habilidad de expresar mis sentimientos con aspiraciones universales; quizás ésa es una de las razones por las cuales soy un escribidor y no algo con muchas más aspiraciones. No voy a negar, sin embargo, que ahí hay una ventana de oportunidad.

Me acomodo más improvisando palabras, tratando de tejer algunas palabras en la entraña según el momento y la euforia del suceso. Cada cena de navidad llego sin nada qué decir, pero al paso de la sidra y de los brindis encuentro las palabras adecuadas. Tal vez mi tío mayor, hermano de mi mamá, sea más ducho y experimentado para esos momentos, pero al menos puedo competirle.

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Pienso en lo tedioso que debe ser el dedicarse a redactar discursos; pienso en los acartonados oradores de nuestra vida diaria, sin hondura ni emoción, adictos a las fórmulas y a las frases trilladas. De inmediato pienso en los políticos y demás funcionarios públicos de la fauna democrática mexicana; cínicos roedoras vestidos de seda, zánganos de malas mañas, recortados prêt-à-porter con los mismos vicios y defectos.

No me concibo desperdiciando mi talento como redactor haciendo discursos que hablen sobre lo bien que va el país cuando, por citar un ejemplo actual, ser maestro rural se castiga con la muerte y nuestro contrato social está gangrenado. ¿Para qué escribir tantas palabras vacías para llenar notas de prensa y darle lustre a los titulares de los diarios? A veces pienso que el silencio puede ser más elocuente para expresar la indignación de un pueblo sediento de justicias que llevan siglos sin hacerse presentes. Desafortunadamente, el Estado no sabe dialogar, impone su fuerza como un monolito sobre las hormigas; la violencia no sabe de retóricas, sólo de infamias.

Habiendo salido de nuevo del tema, habiéndome revolcado en el lodo hediondo de la política, por ahora no remataré este texto. No vaya a ser que alguien lo quiera leer en voz alta en algún rincón de la ciudad.

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