El autor de este blog bebiendo café antes de clase de Género en 4to. Semestre. En algún rincón de la Condechi, Primavera de 2008. (Foto de mi Domina M.S.M.) |
El azúcar me había sabido amarga cuando probé aquellos granos que habían caído de la cucharadita que agregó religiosamente a mi café con leche cada mañana. Me vino la tentación de pensar que la dulzura de la vida se había escapado de mí, que no habría más que sensaciones amargas, ácidas, saladas e insípidas, que tendría que buscar sustituto para la sensación pegajosa de la miel, para la delicia multicolor de la fruta, para el sedoso chocolate y la dureza del caramelo.
Busqué lavar la desagradable falta de sensación con un vaso de agua, y me encontré con un ligero sabor a roca, como si hubiera venido del río revuelto y no del ducto citadino. Creí que los mares invadirían las reservas potables, destruyendo viñedos, barricas de licores y mantos dulces por igual. Soñé con cascadas de sal e imaginé un aseo de arena. Mi boca se contrajo como si buscara guardar humedad en un trago de saliva reseca.
Los bocados de un desayuno que a duras penas reconocí con la vista se pasaron por mi boca como los segundos en el reloj. Traté de reincorporar mi cuerpo extrañado ante tales señales de incertidumbre; busqué el calor del sol que apenas empezaba a calentar la mañana, reconocí la superficie metálica y pesada de los cubiertos, el frío templado del vidrio de las ventanas, el aroma de café que comenzaba a volverse una tibia masa café dorada, templada y líquida.
Levanté esa vieja pieza de cerámica blanca y desgastada para robarle un sorbo. Sentí aliviado el ligerísimo quemor de mis labios y el ligero dulzor que refresca cada día el inicio de mis días...
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