Jackson Pollock, 1949 (Martha Holmes / LIFE Magazine) |
Para F.A., quien ama a Pollock más que nadie que conozco...
(Para escuchar leyendo: Louis Armstrong - That Rhythm Man)
Mi historia con Jackson Pollock, quien nació un día como hoy de hace 100 años, comenzó en 2007 cuando fui a Nueva York; la ciudad de todos los mundos, la
gran urbe de hierro y luces incansables, un cosmos casi infinito frente a los ojos de
un chico de 19 años. Las avenidas vivas, los grandes espectáculos, los rascacielos
imponentes; aceras, callejones, grandes avenidas y puentes colgantes a la
lejanía. Es muy difícil explicar todo lo que ahí ocurre, es como tratar de
contar todas las historias que ahí han ocurrido y que suceden en estos momentos; sólo puedo decir que hay
pocas metrópolis que pueden concentrar ese tipo de encanto mágico y peligroso a la vez.
Había
dos cosas que yo quería hacer en Nueva York, retando a los azares de una ciudad
tan llena de diversiones y sitios turísticos; la primera era entrar en un museo
y la segunda era ir al beisbol. Visitar la Estatua de la Libertad, Federal Hall
y la Zona Cero no me llamaba demasiado la atención, ir a ver teatro de Broadway
tampoco me quitaba el sueño; mi fobia a las alturas volvió un poco incómoda mi
visita al Empire State y de mi caminata frente a Times Square sólo recuerdo el
sabor de un pretzel, una pizza y un paquete de M&M's. Hubo mala fortuna en Shea Stadium: los Mets perdieron 4-1 contra los Diamondbacks, en un partido de Sunday Morning bastante desabrido.
Jackson Pollock (1912 - 1956) "One: Number 31" (1950) Óleo y esmalte sobre tela, 269.5 x 530.8 cm Museo de Arte Moderno, Nueva York |
Sábado 2 de junio, tuve que hacer una difícil elección: ¿el MoMA, el
Met o la Frick? Viajábamos con un hombre mayor (A.G. - q.e.p.d.) que no podía
caminar grandes trayectos, y ni su nieto V. ni mi papá estaban totalmente
entusiasmados con ir a un museo. Tuve que elegir la alternativa que, desde mi
punto de vista, sería la menos agotadora y la más placentera: el Museo de Arte
Moderno de Nueva York; pensé que Van Gogh, Picasso y Monet podían entusiasmar a dos médicos y un estudiante del ITAM.
Todo fue de acuerdo al plan: nadie con sentimientos puede resistirse a La Noche Estrellada, ni a Las Señoritas de Avignon o a las Campbell's de Warhol; no creí que las salas de diseño industrial les fueran a gustar tanto, pero así fue. Por otro lado, fue difícil explicar de qué iba el Blanco sobre Blanco de Malevich, o la Rueda de Bicicleta de Duchamp; simplemente no pude explicarle a papá los zippers de Barnett Newman o por qué Willem de Kooning era tan importante, se quedó pensando que eran tomaduras de pelo. Cuando vas en segundo semestre de Historia del Arte, aún te falta muchísimo por saber.
Pero si tuviera que enmarcar un momento que resumiera toda esa maravillosa epifanía artística, donde se reflejó todo ese cúmulo de emociones que ocurrieron durante esa odisea neoyorquina, mencionaría el momento en el cual me encontré con el No. 31 de Jackson Pollock. F.A. lo advirtió en clase, y no fueron palabras al viento, sino pura belleza y emoción: me quedé sin palabras ante ese lienzo gigante que estaba frente a mí; no importaron los turistas japoneses que tomaban fotografías frenéticamente, ni el par de mujeres alemanas que platicaban a grandes susurros junto a mí, yo tenía que acercarme mucho más a buscar mi lugar en esa masa de color.
Hubo un momento en el cual pude estar a dos pasos del lienzo, cuyo tamaño parecía pedirme que me fundiera con él en una especie de atracción mística, en un abrazo total con la sustancia misma del misterio que ordena el Universo, el ciclo fundamental de todos los caminos que llevan al hombre por los avatares de los sueños, por los enigmas de la Creación. No sabía dónde comenzar, y al no haber ruta trazada, mis pasos en paralelo comenzaban a buscar, queriendo hacerme parte de un movimiento brutal, de un testimonio donde materia y luz eran el binomio de una energía sobrenatural; cada color era una nueva revelación, cada textura una tierra virgen por explorar; cada minúscula gota y cada río derramado de pintura era un encuentro con el caos que ordena los deseos que dan forma al destino.
Yo sólo podía sentir que las manos se tentaban a levantarse ante esa cartografía infinita de fractales ilegibles; mis piernas habían cesado de moverse, mis ojos se habían perdido. Después de la danza suave por el piso de madera de la galería, como la del amante que busca incansable el perfume de su amada, hubo un silencio absoluto frente al estruendo de esa fuerza superior. Fue entonces que entendí lo que quería decir ese tosco caballero llamado Jackson Pollock cuando le dijo a Hans Hoffman que Él era la Naturaleza.
Esa tarde, en la tela del No. 31, quedó atrapado algo de mí; sigo sin poder explicar exactamente qué.
Yo conocí a Pollock hace dos semestre en la clase de introducción al arte plástico, realizamos muchos ejercicios con su técnica. Me gustan sus obras, me llenan de mucha emoción. Su biografía es muy interesante la verdad.
ResponderEliminarCon respecto a como te sentiste al ver la Tela No. 31, me encantó, me dejas anonada y más esto "me fundiera con él en una especie de atracción mística"
Quiero ir a Nueva York, ahora. u.u
Hola Mariana, gracias por venir. Si vas a Nueva York, tienes que ir a ver ese Pollock y los otros que ahí están. Yo haré eso si tengo la oportunidad de regresar...
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