Me agarró no muy lejos de aquí... (Marco Antonio Olvera / El Universal) |
Ayer, un sismo de 7.8 grados en la escala de Richter azotó a la Ciudad de México. El pasado mes de diciembre, fue de 6.8, pero éste fue el segundo más fuerte de la historia contemporánea de México desde el del 19 de septiembre de 1985.
Si tuvieron la oportunidad de ver las imágenes en la prensa o en la televisión, habrán visto las calles pobladas de trabajadores en diferentes partes de la ciudad; tal vez se habrán sorprendido con el movimiento del candil de la Cámara de Diputados o con los daños en edificios de colonias como la Condesa y la Guerrero. Sin embargo, mi anécdota personal de hoy fue más que extraña, debido a que yo estaba en un lugar donde los efectos telúricos se sintieron bastante feos: el edificio de los Juzgados de lo Familiar del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, en la Plaza Juárez, conjunto arquitectónico de Ricardo Legorreta ubicado al sur de la Alameda Central, en el Centro Histórico.
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Así estuvo la historia: tenía una cita para encontrarme con la abogada de mi papá a las 11 de la mañana para resolver un problema legal relacionado con el divorcio de mis padres y la pensión alimenticia de mi hermana, quien recientemente cumplió la mayoría de edad; el asunto aparentaba ser sencillo, decir que no había inconveniente de que mi mamá siguiera recibiendo el dinero y listo, pero todo sería más engorroso de lo esperado. Subir la torre del TSJDF es un asunto sólo para los más pacientes o los más atléticos: 17 pisos de oficinas cuyos accesos son elevadores rebasados por la enorme cantidad de gentes que ahí se encuentran.
La Licenciada es una persona de lo más agradable, una mujer de trato fácil y con dotes de conversación en los temas de mi interés, así que la espera no fue demasiado tediosa en la cola para subir a los ascensores. Seis pisos, un expediente, varios grupos de abogados revisando documentos y varias preguntas después, la Licenciada se dio cuenta que hacía falta una fotocopia de mi Credencial de Elector, por lo que tenía que bajar hacia la Avenida Juárez para sacarla, cosa que hice en plazo de 10 minutos gracias a que el elevador llegó rápidamente.
Con la frágil copia en mano, volví a la Plaza. Nunca tuve tiempo para observarla con el cuidado de otras ocasiones: el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, el Museo Memoria y Tolerancia, el mural de Siqueiros, la fuente de Vicente Rojo, el pequeño busto de García Lorca en una de las entradas, la vista al Hemiciclo a Juárez; de hecho, tenía las claras intenciones de que este asunto terminara tan pronto fuera posible. De vuelta en el edificio, decidí ahorrarme la fila de los elevadores y subir las escaleras para probar mis pulmones de fumador y llegar, según yo, pronto; al llegar al segundo piso, sonó una alarma, un grupo de personas con traje y señoras de mediana edad se dejaron invadir de pánico.
Bajar no fue problema, y de hecho, no recuerdo haber sentido el movimiento; no sé si se trató de las escaleras que absorbieron el movimiento telúrico, o si yo estaba demasiado agitado ya para haberme dado cuenta de que la tierra se movía. Me inquieté más por el pánico de las señoras que empujaban a los que estaban adelante entre gritos y llantos que por el temblor en sí. Las plazas aledañas se llenaron de gente de diferentes oficinas y comercios, la red de telefonía celular se cayó y no había mucha certidumbre sobre si se reanudarían las jornadas laborales. Se contaban historias sobre vidrios rotos, techos craquelados y crisis nerviosas; se decía que el edificio se movió en los pisos superiores como una gran maraca.
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Busqué a la Licenciada sin mucho éxito entre los ríos de gente, y resignado, encontré la manera de comunicarme con mi padre. Regresé a casa en un Metro lleno; si no sentí el gran evento, mucho menos me di cuenta de las réplicas. En casa, los cuadros estaban ladeados y la señora que nos ayuda estaba demasiado asustada. Había visto demasiadas cosas, así que me salí hacia el parque para tratar de aclarar tantas imágenes y tantas ideas; se había caído un puente peatonal en Azcapotzalco, los edificios de la Prepa de mi hermana crujieron dramaticamente, había fugas en todas partes, mucho caos para mi orden mental...
Haciendo un análisis burdo de lo que ocurrió y de lo que pudo haber pasado, nos fue bastante bien. Al menos nadie murió...
Por un lado, tienes razón en que 7.8 grados Richter son demasiado; en otras partes con menos movimiento, peores edificios y nula cultura cívica, han muerto miles de personas y las ciudades se han destruido. La referencia del 85 era de 8.2, así que te irás dando a la idea. Del ejercicio, no me estaba ahogando, supongo que eso es ganancia...
ResponderEliminarPor otro lado, recuerdo una frase que leí en un libro de George Kubler, un historiador del arte muy importante, donde dice que la Ciudad de México es la Ciudad Eterna de América. Supongo que ese día se demostró que el DF es inmortal.