La zurda de Pac Man, infalible... (Kevork Djansezian / Getty Images) |
El día de ayer, 9 de junio de 2012, vivirá para siempre en la infamia de la historia del boxeo.
El antecedente más inmediato fue la controvertida decisión que le arrebató a Juan Manuel Márquez un triunfo convincente ante Manny Pacquiao el pasado mes de noviembre. La historia de esta ocasión involucraba al segundo, el mejor libra por libra del mundo y para muchos el mejor boxeador de su generación, quien defendería sus cetro de campeón de los pesos welter de la OMB ante un prometedor y valiente peleador invicto de California: Timothy Bradley.
La noche no había iniciado del todo bien para el púgil tagalo, quien vio por televisión la derrota de sus amados Boston Celtics ante el Miami Heat en el juego 7 de las finales de la Conferencia del Este de la NBA, razón por la cual se retrasó el combate. No estaba listo a la hora pactada para salir al cuadrilátero, se decía que estaba trabajando su resistencia en una caminadora, pero se mostró unos minutos después junto con su esposa, hijos y allegados. Sería la primera vez que sus dos hijos mayores, Manny Jr. y Michael, lo verían pelear; Jinkee, su esposa, con él como siempre. Había confianza de su lado, a tal grado que su entrenador, Freddie Roach, declaró que estaba seguro que iba a ganar los doce rounds de la contienda.
Cuando apareció Bradley en el ring, se percibía a un moreno de gran musculatura y muchas ganas de pelear, algo que no se notaba en el filipino, quien tuvo que aumentar su peso para sellar el pacto ante la báscula. Cuando fueron presentados, se notaba que la comunidad filipina había tomado la gran mayoría de los asientos de la arena del MGM Grand de Las Vegas, el mismo lugar donde Márquez entregó el corazón y le arrebataron la luz. Impulsado por la simpatía en las tribunas, la jerarquía de su efigie y el poder de su leyenda, Pacquiao gobernó por nota durante los 12 episodios de la pelea, imponiendo su rapidez ante un Bradley sorprendido y sin respuesta. Cuando Bradley lograba conectar una cadena de ataques, Pacquiao soltaba la zurda y estremecía a su rival con tremenda solidez. Hubo pasajes en los cuales se esperaba que Pac Man derritiera a Bradley sobre la lona, quien tuvo que fajarse para evitar caer; así de fuerte le pegaba.
Desafortunadamente, dos de los jueces no vieron lo obvio, o tal vez no quisieron verlo, o se les indicó que no lo tenían que ver. No era difícil predecir amplias diferencias en las tarjetas, pero los conteos oficiales dieron otra cosa; sólo uno le dio la victoria a Pacquiao, pero por un delgado margen inexplicable, los otros dos le regalaron el cinturón a Bradley, por lo mínimo, faltaba más.
Como diríamos en estos lares, un robo asqueroso y vil, donde el hombre que sirvió como costal de arena se llevó la gloria; a lo mucho, y siendo optimistas, Bradley arañó sólo un par de rounds. La cara de Jinkee lo dijo todo esta vez como en aquel 12 de noviembre, había una sensación de injusticia cuando era anunciado un nuevo campeón inexistente, cuyo único mérito relevante fue el no besar la lona. Fue inquietante la pasividad del rostro de Pacquiao, quien sabía que no le ganaron pero que tampoco perdió; tuvo que aceptar la derrota, pero quedan dudas sobre bajo qué condiciones.
Muchos mexicanos ven esta estafa como el karma que se le regresó a Pac Man, pero los que tenemos la cabeza más fría sabemos que lo que pasó fue mucho más maquiavélico. El boxeo es uno de los deportes secuestrados por los intereses de la gran capital norteamericana de las apuestas; nuevamente, Bob Arum y su empresa metieron la mano en un resultado que todavía era más contrastante que el del pasado noviembre. ¿Dónde quedan la sangre, el sudor y las lágrimas de los boxeadores profesionales?, la respuesta es sencilla, amortajados por las garras de la libertina urbe del juego.
No tardarán en anunciarse los duelos de revancha, que si ahora sí la revancha para Márquez contra Pacquiao, que si a Bradley le van a poner a Mayweather, que si habrá segundo episodio para este engaño y una larga baraja de otras posibilidades. Los que vimos la pelea de hoy y la del año pasado hemos tropezado con la misma piedra, otro asalto a la razón; nos vieron la cara una vez más, y será nuestra decisión si nos la ven por tercera vez.
Los aficionados del mundo no merecen esta clase de engaños... Este escrito es una elegía en memoria del otrora hermoso y apasionante deporte del boxeo.
Si el arte de la fistina quiere revivir en la credibilidad del mundo, tiene que salirse de Nevada.
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