Que el fin del mundo te pille bailando
que el escenario te tiña las canas
que nunca sepas ni cómo ni cuándo
ni ciento volando, ni ayer ni mañana.
Joaquín Sabina, "Noches de Boda"
Hace más de 75 años, a bordo de un avión de dos hélices procedente de Costa Rica con destino a la Ciudad de México, llegó una chica de 17 años de edad que respondía al nombre de Isabel Vargas Lizano; había huido de donde había nacido por los prejuicios de su familia y por lo difícil que era la vida ahí. En México, Isabel encontró una tierra que le abrió los brazos y le dio una identidad, pero que en un principio le puso retos difíciles; en México se enamoró de la canción ranchera, la cual cantaba por las calles cuando no aseaba casas. En una parranda conoció a José Alfredo Jiménez, quien la impulsó a volverse cantante profesional; por ese entonces ya se había llamar Chavela Vargas.
El qué dirán fue lo último que le importó en la vida, Chavela fue pionera en el entonces "masculinísimo" género de la canción ranchera; nunca fue la cantante más melodiosa, pero con el catálogo de José Alfredo en su voz aguardentosa, conquistó a gran parte de la sociedad mexicana, desde el gran amor de su vida, Frida Kahlo, hasta actrices de Hollywood como Ava Gardner y Elizabeth Taylor. Entre su círculo de amistades, contó a muchos de los protagonistas de la vida cultural de nuestro país del último siglo: Diego Rivera, Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y muchos más. Además, convivió con grandes personajes españoles como Joaquín Sabina y Pedro Almodóvar.
Chavela nunca ocultó su homosexualidad ni su alcoholismo, incluso hizo de estas condiciones la argamasa de su presencia en los escenarios. Llegaba la Vargas vestida con poncho rojo, camisa y pantalones de manta, pistola en el cincho y cigarro en la mano; cantando, purgaba sus penas al calor del tequila, haciendo ofrendas a los amigos que se habían ido con su amiga la Llorona. No necesitaba tener mariachis a su alrededor, su liturgia se basaba en la intensidad de su capacidad para interpretar las canciones. Así vivió, de cantina en cantina y de escenario en escenario, buscando el amor que nunca encontró, hasta que el vicio terminó por hundirla en un exilio silencioso.
Tras diez años de rehabilitación y silencio, resurgió de las cenizas con ayuda de sus amigos españoles; en sus últimos años, se presentó en los escenarios más importantes del mundo, grabó varios discos y consagró su imagen, pelo de plata y carne morena, en varias películas como La Flor de mi Secreto (1995), Babel (2006) y Frida (2002). Como chamana huichola que era, tenía una profundidad espiritual que la llevó a enfrentar sin miedo a la muerte en varias ocasiones; no temía a morir, todo lo contrario, sabía que llegaría su momento y que recibiría la trascendencia con ella.
Lo único que no logró fue, como quería, morir en martes; murió ayer domingo, a los 93 años de edad por consecuencia de una bronconeumonía ligada a fallas en sus órganos vitales. En España, su última escala antes de morir en el México que tanto amó, se reencontró con el espíritu de uno de sus ídolos, Federico García Lorca, cuya poesía musicalizó en su último disco de estudio, La Luna Grande (2012).
Con Chavela Vargas, no sólo se ha ido la Gran Dama de la canción mexicana, se ha ido la belleza y lucidez de su arte y la manera tan arrolladora y descarnada con la cual electrificaba a los que la escuchaban. Un gran pedazo de la mexicaneidad muere y trasciende con ella, como el sabor de un caballito de tequila que pega seco sobre la garganta.
Descanse en paz, Macorina...
El qué dirán fue lo último que le importó en la vida, Chavela fue pionera en el entonces "masculinísimo" género de la canción ranchera; nunca fue la cantante más melodiosa, pero con el catálogo de José Alfredo en su voz aguardentosa, conquistó a gran parte de la sociedad mexicana, desde el gran amor de su vida, Frida Kahlo, hasta actrices de Hollywood como Ava Gardner y Elizabeth Taylor. Entre su círculo de amistades, contó a muchos de los protagonistas de la vida cultural de nuestro país del último siglo: Diego Rivera, Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y muchos más. Además, convivió con grandes personajes españoles como Joaquín Sabina y Pedro Almodóvar.
Chavela nunca ocultó su homosexualidad ni su alcoholismo, incluso hizo de estas condiciones la argamasa de su presencia en los escenarios. Llegaba la Vargas vestida con poncho rojo, camisa y pantalones de manta, pistola en el cincho y cigarro en la mano; cantando, purgaba sus penas al calor del tequila, haciendo ofrendas a los amigos que se habían ido con su amiga la Llorona. No necesitaba tener mariachis a su alrededor, su liturgia se basaba en la intensidad de su capacidad para interpretar las canciones. Así vivió, de cantina en cantina y de escenario en escenario, buscando el amor que nunca encontró, hasta que el vicio terminó por hundirla en un exilio silencioso.
Tras diez años de rehabilitación y silencio, resurgió de las cenizas con ayuda de sus amigos españoles; en sus últimos años, se presentó en los escenarios más importantes del mundo, grabó varios discos y consagró su imagen, pelo de plata y carne morena, en varias películas como La Flor de mi Secreto (1995), Babel (2006) y Frida (2002). Como chamana huichola que era, tenía una profundidad espiritual que la llevó a enfrentar sin miedo a la muerte en varias ocasiones; no temía a morir, todo lo contrario, sabía que llegaría su momento y que recibiría la trascendencia con ella.
Lo único que no logró fue, como quería, morir en martes; murió ayer domingo, a los 93 años de edad por consecuencia de una bronconeumonía ligada a fallas en sus órganos vitales. En España, su última escala antes de morir en el México que tanto amó, se reencontró con el espíritu de uno de sus ídolos, Federico García Lorca, cuya poesía musicalizó en su último disco de estudio, La Luna Grande (2012).
Con Chavela Vargas, no sólo se ha ido la Gran Dama de la canción mexicana, se ha ido la belleza y lucidez de su arte y la manera tan arrolladora y descarnada con la cual electrificaba a los que la escuchaban. Un gran pedazo de la mexicaneidad muere y trasciende con ella, como el sabor de un caballito de tequila que pega seco sobre la garganta.
Descanse en paz, Macorina...
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